13 May El dilema de la confianza
“La confianza será la segunda parte del camino y cuando la hayas entregado por completo ya no albergarás duda alguna.” Así nos dice Iliayh, la maestra hierba, en Shaktarha, de Luna y de Sol.
¿A qué tipo de confianza se refiere esta frase?
Las personas no aprendemos a confiar, más bien aprendemos a desconfiar a través de experiencias. Un bebé recién nacido experimentará diferentes emociones, pero no creo que pueda sentir todavía desconfianza. No dudará del alimento que se le ofrece ni de las intenciones de los brazos que lo sujetan. Es necesario aprender un poco más sobre el mundo en que nos movemos para saber que no existe ninguna estructura eterna o imposible de derribar y, por supuesto, tampoco hay ningún ser humano que sea infalible. La confianza es probablemente uno de los temas más complejos del sentir humano.
La desconfianza se desarrolla con los años, y también con la observación propia. Esa voz incansable del pensamiento, que podríamos llamar ego o inconsciencia humana, serpentea de manera incesante entre ideas extremas, pero no hay que creer en todo lo que nos dice, o más bien, en muy poco. Si escuchamos todos sus arrebatos, nos perderemos en su inevitable locura.
La confianza auténtica no es en el mundo de formas que fluctúan ni en la inconsciencia humana, es en la otra dimensión, la esencial. Recuerdo un tiempo en que la confianza absoluta a ese nivel me era natural. Aprendí a amarla a través de las historias, que siempre han sido para mí un portal hacia el plano esencial. No se trata de los detalles específicos de esas historias, sino del lugar hacia donde apuntan y las verdades que muestran. Al fin y al cabo, como suelo decir, lo que llamamos nuestra vida también es una historia y funciona de la misma forma, a caballo entre lo circunstancial y lo permanente.
Existe una certeza interior que se va ofuscando con los sucesos y las circunstancias. No desaparece, simplemente dejamos de escucharla y el temor nos devora. Siempre que esa claridad se disuelve, aparece el miedo. Es inevitable. ¿Cómo no temer a un mundo de formas cambiantes donde nada permanece y todo puede transformase o desaparecer en cualquier momento? Solo la visión del fondo sereno bajo el rugido de las olas nos puede devolver la confianza.
Confiar no es esperar que los acontecimientos se desarrollen de la manera deseada, sino saber que la forma que tomen será siempre la necesaria. Que algo suceda es prueba suficiente de que tenía que suceder, aunque sea muchas veces por razones que escapan a nuestra mente. Ya lo escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones: “Acepta lo que venga tejido en el diseño de tu destino porque, ¿qué podría acomodarse más adecuadamente a tus necesidades?”
Acontecimientos de todo tipo se suceden sin cesar a lo largo de nuestro periodo de vida, y están estrechamente ligados al nivel de confianza que desarrollemos o más bien que visualicemos en nuestro interior. Para quien confía plenamente en la dimensión permanente, los acontecimientos del plano circunstancial van a ir perdiendo importancia, por lo que muchos de ellos ya no serán necesarios. La vida nos dará sólo y siempre aquello que necesitamos desde el punto de vista esencial.
Y para terminar esta reflexión, citaré algunas palabras del poeta Rainer Maria Rilke en sus famosas Cartas a un joven poeta: “No tenemos ningún fundamento para desconfiar de nuestro mundo, ya que no está contra nosotros. Si tiene miedos, son sólo nuestros miedos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. [….] Tiene que pensar que algo le acontece, que la vida no le ha olvidado, que lo tiene en sus manos y que no le dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, dolor o melancolía? ¿Ignora que tales estados trabajan en usted?”
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