Sin pausa se anuncia otro inicio,
despojado de rituales esta vez,
porque el cielo no ha cambiado
ni la mirada que lo busca inquieta.
¿A la espera de qué estamos?
Cuando las tardes se suceden,
aun bajo todos los ojos cerrados
que transitan en sueño profundo,
ni un instante es igual a otro.
Dame tu sonrisa de luz o lluvia,
cúbreme de silencio reposado
o de ráfagas de poder supremo
para no olvidar nunca tu presencia.
A veces basta solo una mirada
para encender todos los sentidos
ante la intensidad de lo amado.
Otras veces se oculta bajo un copo
o un pétalo o una mueca infantil.
Es necesario observar cada detalle,
desnudarlo de todas la envolturas,
alzarlo en las manos como a un cáliz
y saberlo de nadie, libre y veraz.
Cuando el sentido nace en un gesto,
tímido, sereno, sacro y salvaje,
se atesora en el pecho silencioso
o se entrega en dádiva espontánea.
No es necesario abatirlo al vuelo
ni arrastrarlo como grillete al tobillo,
no se dejará masticar ni engullir,
su carácter es la libertad misma.
No hay mentira posible en el pulso
de la entrega más allá de la forma.
Cuando se extienden alas al cielo
se abarcan siempre las verdades,
montañas con sus soledades tibias
que reposan al fondo del abismo.
Precipicio de silencio sin memoria,
inerte, pero alerta en su quietud,
se abre ante mí como un mundo
que conozco y ansío al tiempo.
No es desidia ni cobardía ni sed
lo que me tortura muchas noches
revolviendo memorias sin pausa.
Siempre te he sabido presente,
y te reconozco en dos mil facetas
que son en realidad mi rostro
con todos los surcos nuevos
y los que el espejo no muestra.
Ahora es la palabra que señala
todos los caminos imposibles,
porque solo una opción esencial
descarta todo sufrimiento vano,
y después esas nubes de tormenta
antes sombrías y amenazantes,
se nutren de riquezas indecibles
bajo otra mirada de ojos mismos.
Mas cuando el temor en crudo
se alza poderoso, súbito y funesto,
con sus garras de poder profundo,
solo la observación sin acto alguno
es vía sabia y única de liberación.
Detenerse frente a un mar lejano,
ante su rumor de olas perfectas,
con ojos cerrados bajo sol y brisa,
imaginar la caricia sutil de sal,
de vida ancestral, serena, sana,
súbita, sabia, suave como el alba,
cercana desde el primer recuerdo,
mía, de todos y de nadie…
El conocimiento interior permanente,
intuido sin preguntas ni respuestas,
con su reflejo en los ojos amados,
reconocido desde vidas pasadas…
lo mantengo en mí un instante,
más allá del sentir o el pensamiento,
a pesar del veneno vertido sin aviso,
por la espalda, por todas partes,
con labios espumosos de ira blanca.
Lo mantengo con los ojos cerrados,
para que el tiempo irreal se detenga
y nos olvide entre el oleaje feroz
de un mar de egos de fuego rancio
encerrados en su círculo vicioso,
aciago e infame de rencores viles.
La tormenta de preguntas interiores,
involuntarias como el pensamiento,
acompañan mi pasear errático
entre los sauces y los juncos tibios
de una mañana de libertad distinta,
silenciosa, transparente, y tan breve
que conlleva intrínseco un dolor
por la pérdida en verdad inexistente,
pero aun así trágica entre las formas.
El acto único de observar sin más,
a pesar de las revelaciones tristes,
que llegan inesperadas cual bandada
de latigazos súbitos, aciagos, infames
-o al menos así la mente los percibe-,
muestra un historia distinta, vacía,
sin rencores absurdos ni juicios vagos.
Es claro como el silencio continuo
que subyace a la palabra y al recuerdo,
y acaricia como brisa cada paso,
es maestro y guardián de verdades
que se deslizan por cada poro de piel.
Pero ¿qué hacer con esa tristeza
que nos rodea como niebla espesa?
¿Cómo ignorar el gusto amargo
que a veces impregna la memoria?
La contemplación del torbellino sin fin
puede marear todos los sentidos,
creando caos repentino y destructor,
como una tempestad inesperada
que arrasa con todas las defensas.
Hay que mantener las manos abiertas,
las palmas dispuestas para recibir
la lluvia suave o los rayos hirientes
porque solo en la aceptación sincera
se abandona el sufrimiento inútil.
Cuando ese gusto amargo regresa
con la fuerza de un potro salvaje,
solo podemos contemplar su furia,
permanecer con el ancla firme
sobre la única superficie estable
o al menos saber que nos arrastra,
que nos ha superado una vez más
y que habrá otras nuevas ocasiones
para advertir que el oleaje se alza.
En la dimensión de tiempo y espacio
el movimiento es inevitable y sano,
pero hay que percibirlo efímero,
conocer su limitación intrínseca,
con su miedo y su dolor constantes.
Ver pasar las formas en el revuelo,
incansables, insaciables, ávidas,
en ese instante en que el dolor
te arrolla como una estampida,
y luego te mira mientras se aleja,
con sorna fingida, superficial
y tan irreal como su naturaleza.
¿Cómo levantar el vuelo otra vez?
¿Cómo mirar al mundo a los ojos?
Los esfuerzos vanos por enfrentar
una esperanza que se eleva y cae
en picado bajo tierra y bajo mar,
descubren sendas de verdades,
que parecen demasiado distantes
y se escurren entre los dedos,
sinuosas y ardientes, aún lejanas.
Con la cabeza baja por el tumulto
perturbador de todos los sentidos
y todas las reacciones retenidas,
camina unido el dolor humano
perdido en sus propias palabras.
Qué fácil gritar “ya lo entiendo”
manteniendo el mismo paso falso,
en avance horizontal y continuo
por todos los caminos ya abiertos
sin que la vista se torne jamás
ni se detenga sobre lo ya andado.
Cuando las miradas se encuentran
desde el fondo único de su verdad,
basta un instante para contener
todas las olas sedientas de orillas.
Con el sentido anclado al fondo,
se pueden amar todos los rostros
en una danza interior sin pasiones,
en un silencio perfecto de verdades
que ni la feroz tormenta sabe truncar.
No se trata de alcanzar ningún fin
con la falsa resolución del espíritu.
Bastaría con entender la grandeza
de una sonrisa presente y sincera,
esbozada en este único momento.
Creemos que la vida da sorpresas
cuando el suceso difiere de un plan
trazado por la mente ciega de ilusión,
y golpea cruelmente, ¿cómo negarlo?
contra las ideas acunadas por años
en todos los rincones de un deseo.
Desde la cima quizá por un instante,
inundada la vista de aparente belleza,
se sueña con el vuelo libre del águila,
que remonta montañas y océanos
extendiendo sus alas de sol infinito.
Y después, más profunda la mirada,
aun con ojos cerrados bajo el cielo,
se entiende que el águila vive dentro,
entre la bruma del dolor y el esfuerzo,
intacta, salvaje, sin imagen de sí misma,
sobre todas las olas que habitan el ser.
Durante las noches de miedo indómito,
que serpentea irracional y desbocado,
solo la quietud inmediata es remedio.
¿Para qué una necia plegaria continua?
¿Por qué el deseo insaciable de buscar?
Una mañana de sol con sus promesas
me regala todo el resplandor necesario,
pero pronto la montaña se desploma
cual castillo de arena en la tormenta,
y los truenos feroces se conjuran
con el poder de detener los corazones.
La iluminación es el único ruego lícito
para que todos los ríos confluyan
y el silencio persista en la borrasca.
Lo demás, por sí solo, seguirá su curso
por los caminos invisibles y sabios,
y dejará los tropiezos para las mentes.
Hoy cobran las miradas nueva luz,
aunque sea por un efímero instante,
con la rendición y el espacio debidos,
ahora es siempre el único momento.
Y después será ahora una vez más.
Palabras de cenizas muertas y frías
arremeten contra oídos incrédulos
como los días disueltos en la nada
que creíamos eventos esenciales.
El silencio es el refugio del tiempo,
en su vacío nada nace ni muere,
sereno ante los ríos de decepción
que se generan como abismos secos
cuando los brazos no abarcan el dolor.
¿Qué se puede en verdad no hacer?
Ante el alud constante de demandas,
¿es posible adoptar gesto pausado?
Bajo el peso de acciones indeseables,
¿existe un límite interior infranqueable?
¿Qué serena canción doblega la mente?
¿Cómo discernir un pensamiento original?
Tan solo con alzar la vista al infinito
se puede vislumbrar la grandeza del ser,
pero son tantas las sombras cegadoras
que gotean temores y desesperación
por los vidrios resquebrajados de ayer
que persisten repetidos pensamientos,
unas veces entre extasiados delirios,
y otras, hacia precipicios insondables.
A través de una mirada de ojos amados
se alcanzaría el fondo de los océanos,
aun en esas noches de oleaje ferviente
cuando un recuerdo acelera el pulso.
Sería suficiente esa mirada o una nube,
o unas alas de mariposa sobre el aire,
o la caricia del viento suave de verano
cuando baila frente a la fuerza del mar.
Sería suficiente eso para sentir la vida,
antes y después de todas las ideas
que adormecen y nublan la existencia
cuando el torbellino turbio envuelve
el instinto creativo que no es propio.
Bastaría con saberlo en lo más hondo
para despertar a la belleza absoluta,
la que ha vivido en todo desde siempre
y permanece después de los cuerpos,
esos cuerpos que sufren en silencio
o a gritos como eco de sus mentes
que reprochan y atormentan y mienten.
Pero existe un saber más profundo,
una voz agazapada, siempre constante,
un rumor sabio, a menudo ignorado,
un pulso que guía cuando es atendido,
y espera atento cuando es olvidado.
Nada importa durante las horas bajas,
perdidas en una ignorancia anclada
en recuerdos inamovibles o deseos
construidos sobre castillos de agua.
Todo puede disolverse en un instante,
en un segundo verdadero de quietud,
y detener el tiempo mental inexistente.
¿Cómo tomar esa pausa perfecta
cuando sombras invaden la calma?
Solo con el saber intuido se percibe
que todas las miradas son amables,
incluso las que rocían sal y fuego
o las que duermen en inerte letargo.
Esas horas bajas que se arrastran
como reptiles silenciosos y letales,
apareciendo entre arbustos frondosos
de la forma más voraz e inesperada,
podrían simplemente evaporarse,
así como se disuelve un mal sueño
ante el despertar de la consciencia.
Vueltas y más vueltas, arriba y abajo
serpentea el pensamiento sin pausa,
repite, reniega, se alza, se desploma,
en el espejismo de su propia danza.
Como en un laberinto de sombras,
transcurren las madrugadas húmedas
en esos brazos de garras imaginarias
que tantas veces estrechan el sentir.
Y los arrebatos de fuerzas externas
escupen carcajadas amenazantes
con la única intención de avanzar
a costa de abusos inconscientes.
Lecciones constantes se suceden
disfrazadas de sorpresas crueles
y la enseñanza se pierde de nuevo
entre la maleza de lo único esencial.
Cerrando los ojos hacia el abismo,
es necesario a veces lanzarse así
con la confianza en la caída inocua,
con el dolor narrado a flor de piel,
arrastrado en forma de culpa ciega,
después de todo y a pesar de todo.
Y la pregunta constante, presente:
¿es posible vivir de otra manera?
¿en el cambio interior radica todo?
¿la situación exterior está sujeta
a ese despertar, como los sueños?
Si fuera posible abandonar la espera
y el dolor del egoísmo inconsciente,
si existiera una pausa real suspendida
entre los atajos de este mundo loco.
Avanzamos entre juncos sin saber
que sí es posible vivir este momento,
que sí existe el instante fuera del tiempo
en una dimensión que ya es nuestra.
Detenerse a sentir la corriente de vida,
esa energía perdida en un ensueño
que golpea la pared del pensamiento
y se debate a tumbos entre las olas
empujadas por vientos externos.
Cuando la calma es el mayor anhelo
para dejar atrás deseos y recuerdos,
la carrera de la vida pierde su valor,
se transforma en paseo entre sauces,
se saborea como una promesa fiel
que alcanza cada vena y cada poro
como si se abrieran por primera vez
los ojos verdaderos que todo saben.
Pero antes está la noche sin fin,
ese túnel oscuro donde los pasos
resuenan como ecos plañideros
sin principio ni salida en el tiempo.
Palabras atormentadas de otros
que amenazan el umbral del dolor,
quejidos constantes que abruman
el sentir perdido en un ayer muerto.
Tristeza propia y ajena, impuesta,
heredada, acumulada, acunada
en brazos como carga de pasado
que ruge con furia ante el mundo
o se agazapa como fiera golpeada.
Y es que siempre habrá temblores
en los cimientos de todo concepto,
sacudidas entre sustos y milagros,
ataques inesperados que devastan
y regalos repentinos entre sueños
para que el equilibrio se imponga,
aun cuando su valor sea invisible.
Se acercan otro final y otro principio
con lenguas nuevas y sus secretos,
llenos de esperanzas difuminadas
entre los amarillos de miel y hiel
que se confunden en el torbellino.
Hallar placer en la incertidumbre,
aceptar los reveses como elección,
entender la oportunidad del dolor
para el despertar de la conciencia,
y descubrir el amor en su verdad.
Teorías certeras que se vislumbran,
aunque no corran aún por las venas,
como la presencia que se descubre,
tal vez hoy o quizá en ciclos futuros,
porque el sol continuará brillando
y las olas alcanzando cada orilla.
31 de diciembre de 2024