Isabel Forga | El adiós como umbral
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El adiós como umbral

En toda vida humana existen momentos de adiós, y no me refiero solo a las desgarradoras despedidas que cada persona deberá enfrentar, sino a esas pequeñas pérdidas frecuentes que no dejan de ser un tipo de muerte. Por poner algunos ejemplos, el desenlace de un evento esperado, la última página de una novela, el capítulo final de una serie amada o el simple hecho de desechar una prenda de ropa vieja, son momentos de separación ante un elemento que desaparece de nuestro mundo.

La existencia en la dimensión circunstancial de los objetos en la que nos movemos requiere ese continuo devenir al que unas personas se acostumbran más fácilmente que otras. En realidad, a nadie sorprende que después de una jornada de luz, el sol se ponga para dar paso a un periodo de oscuridad. Lo que resulta quizá menos común es la consciencia de esa sucesión de inicios y fines de apariencia poco significativa, dado que la mente humana tiende a concentrarse en los grandes acontecimientos que parecen marcar una vida. Aun así, al menos de manera inconsciente, sabemos que todo lo que empieza debe terminar para dar lugar a otro inicio. Así funciona o así lo percibimos en el ciclo continuo de formas que se desarrollan y después se disuelven. Y esas formas incluyen también acontecimientos, pensamientos, sentimientos o emociones.

Sin embargo, después de cada pequeña muerte se da la elección de convertirla en umbral, es decir, aceptarla en lugar de luchar instintivamente contra ella. Aceptarla es también morir un poco para empezar a vivir de manera más lúcida porque lo que muere en realidad no es nuestro ser profundo sino el apego que nos esclaviza, de modo que esa muerte puede transformarse en una suerte de liberación. Ahora bien, la opción no es intentar desapegarse de todo a la fuerza y apartarse de cualquier objeto, afición o incluso ser querido que pudiera suscitar apego. Ese procedimiento solo obtendría el efecto contrario porque la mente suele enfocarse sobre todo en aquello que le es negado. Además, todo elemento de nuestro entorno tiene su lugar y es justo honrarlo con la debida atención. No hay que olvidar la inmensa importancia que esa atención tiene en sí misma y que tantas veces nos negamos a conceder. Así pues, en principio bastaría con aceptar la existencia del apego mismo y observarlo de forma consciente. Ese ejercicio, con el tiempo, va generando un espacio entre los acontecimientos y la reacción que producen, y por tanto, una paz creciente.

En realidad, la elección más importante que debemos realizar en la vida es la de nadar contra corriente o nadar con el flujo del río, que no significa dejarnos llevar sin más, sino integrarnos a ese flujo para formar parte de él. La personas tendemos a decantarnos por la primera opción y reaccionar de forma automática contra casi todo lo que nos sucede o aterriza en nuestro camino. Y eso incluye las pérdidas, pequeñas o grandes que forman parte del mundo circunstancial que habitamos. Pero existe la posibilidad de observar esas reacciones para ir cambiando esa actitud y aprender a aceptar lo que el momento nos presente. Eso no implica renunciar a toda acción o a todo duelo, sino abandonar la queja interior constante que nos paraliza. Se trata de observar y participar del devenir continuo de nuestra existencia con las acciones necesarias, pero sin perder de vista el fondo esencial inalterable que todos los seres vivos compartimos. De esa forma, se puede aprender a fluir mejor con los acontecimientos y aceptar esos cambios que normalmente interpretamos como pérdidas.

Nada esencial puede perderse, aun cuando su estado se vea alterado de acuerdo a las reglas físicas y temporales de nuestro mundo. Llegar a comprender esto es el regalo verdadero de la existencia humana y la única manera real de apreciar la riqueza infinita que la dimensión circunstancial nos ofrece.

 

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